El silencio, la quietud del Espíritu.

“Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez”.
Por. José Álvaro Cardozo Salas.
Me asomo hoy a lo que en otros comentarios hemos insistido para lograr una mejor comunicación con nuestro Dios, y es que buscar, encontrar y hacer silencio se volvió hoy en todo un reto, tenemos un mundo bullicioso, gritón, y así no se puede escuchar la voz de Dios, por eso es necesario buscar un lugar donde aun se pueda respirar y el silencio sea el rey de los gritos ensordecedores de nuestro señor, que reclama nuestro amor y por el que fuimos creados la adoración permanente. Como diría San Alberto Hurtado un sacerdote chileno ya en los altares, “Dios nos ha dado la vida para buscarlo, la muerte para encontrarlo y la eternidad para poseerlo”.
El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”. Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros.
En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”. Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal, cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que, a veces, son para preocupar.
Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “Hasta que logremos ser hombres perfectos, hasta que consigamos la madurez conforme a la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir.
Esta es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar. La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles…todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación.
San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11).
Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre, así vamos construyendo lentamente lo que tanto nos cuesta, tener no solo una cercanía, sino una intimidad genuina con aquel que tanto nos ama, con aquel que nos espera sin cesar en el sagrario, y que pacientemente nos observa en este enredijo de situaciones que buscan no solo alejarnos sino perdernos. La tarea de hoy es al menos intentarlo, un gran ayuno de celulares y redes, una mortificación de cerrar la boca hasta pasar por los excesos gastronómicos, y mas de las palabras vanas sin piso, de lo que el mundo busca en la gran confusión de los tiempos, confundir y reinar.